Lo recuerdo y me dan escalofríos. Aquellos años setenta en los que correteaba suelto por las calles, en las que no era obligatorio el casco para montar en bici ni las sillas en los asientos traseros de los coches; en los que no había airbags, ni cinturones de seguridad, ni rodilleras, ni móviles, ni GPS, ni detectores de humo, aquellos años en que los mayores fumaban delante de nosotros, como carreteros. ¡Hasta Ducados! Sí, creedme, qué bestias que eran. Gente sin civilizar. Los chavales jugábamos durante horas en columpios de hierro oxidadísimos, con los clavos al aire, comíamos no se sabe qué envuelto en papel de aluminio y a la tarde nos mandaban a comprar el vino o la cerveza al colmado de la esquina. Así, por las buenas. No había día sin trauma. ¿Cómo es que sobrevivimos a tanta negligencia, tanta improvisación?