Hoy he vivido una experiencia extraordinaria. Difícil de explicar. Iba en el metro, y de repente he levantado los ojos de la pantalla del móvil y he visto. He visto con atención. A cada uno de los que me rodeaban, a los viejos, los imberbes, a la pareja de turistas alemanes, a una bella y oronda india, con su sari de seda, de un verde deslumbrante, al niño que también miraba en su cochecito. ¿Quiénes eran? Muchos vendrían del trabajo, otros de una pizzería, la universidad, de algún museo, quizá de montar una bronca o de verse con la amante. Qué se yo. Todos estábamos ahí, compartiendo una breve ruta bajo tierra. Compartiendo algo tan efímero y pasajero… Eso éramos, allí abajo: pasajeros, y eso es también lo que somos aquí ahora. A la mayoría, probablemente, no los volveré a ver nunca. Sus líos, sus esfuerzos por seguir adelante, sus mudanzas, todo me estará vedado. Sus momentos de felicidad, de entrega, su muerte quién sabe cómo y en qué condiciones. Las puertas del vagón se abrían y cerraban en cada estación y entraban unos, salían otros. Más desconocidos, más cómplices momentáneos, más rostros de amargura, júbilo o indiferencia.
Pasajeros. Cada uno, un repunte fugaz de vida. Belleza y dolor, verdad y mentira que se escapan, que apenas duran. Ni ellos ni yo dejaremos rastro.
Os lo he dicho. Ha sido una experiencia extraordinaria.