Cambiar de milenio ya me cogió con el pie cambiado. En realidad, confiaba en que aquel famoso apagón del año 2000 nos devolvería a la época gloriosa de las cámaras leica, los vinilos, el tabaco negro y las máquinas de escribir olivetti. No fue así, y desde entonces no levanto cabeza.
Cambiar de siglo ya es la bomba. Pensad en toda esa de gente que ha vivido sin haber pasado por el trance. Estás en el XVIII, en el salón de madame Geoffrin, tomando el té con los philosophes de la Ilustración, y de repente te ves en el XIX con alumbrado eléctrico en las calles y yendo a coger el ferrocarril. ¡Menuda faena! Cambiar de milenio es aún más duro. Muchísimo más. Estábamos en un milenio senil y refunfuñón, vale, pero con sus mapas, sus ritos, sus héroes y sus pringados, su teología, sus navegadores e inventos prodigiosos, y ahora nos encontramos con mil años por delante. Nuevecitos, sin estrenar casi, que a saber qué darán de sí.
Hace 16 años ya del cambiazo y yo, por lo menos, sigo sin acostumbrarme. No es que del año mil al dos mil todo fuera un camino de rosas. Para qué nos vamos a engañar, fue un milenio bastante chusco. Pero qué queréis que os diga, yo por lo menos le había pillado el tranquillo.