Mundos

Siendo muy pero que muy sucintos y resumiendo algo que daría para veinte tomos de investigación y análisis, podríamos decir que los seres humanos nacimos en un mundo natural, como el resto de animales, pero que poco a poco fuimos construyendo uno artificial, cercando el espacio y fundando ciudades al margen de los entornos naturales. De esta manera nos protegíamos de la inclemencia de los elementos y nos sentíamos más seguros. Ese nuevo entorno, muy rudimentario durante la mayor parte de la historia humana, despegó con fuerza gracias a la Revolución Industrial. Nuestros abuelos están ahí, como en un limbo, nuestros padres dieron decididos el paso (no tuvieron más remedio), y nosotros hemos crecido ya en un mundo donde lo preponderante era el artificio, ya sea en forma de nevera, calle asfaltada, radiocasete o farola.
Los avances tecnológicos han propiciado un nuevo mundo, el virtual, que se añade al artificial como una red creciente de hiperconectividades y casi se cree al margen del natural. Craso error, por supuesto, pues todo lo que el hombre crea se extrae y acaba siendo parte de la naturaleza misma, y no al revés. La naturaleza es lo que engloba todo.
Tengo para mí, sin embargo, que ese impulso por «superar» los límites de la experiencia directa, de ir «más allá» en nuestras capacidades, de recrear un mundo más vasto, rico y fabuloso que el original esconde, se sepa o no, se confiese o no, una voluntad de degradar el mundo, de vengarse de él, de rebajarlo. Es, como decía Nietzsche respecto a la metafísica, «una calumnia a la vida», a los ritmos propios de la vida, y lleva al máximo ese viejo menosprecio a los sentidos a los que quiere saturar, doblegar y volver sonámbulos e inanes.

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