A estas alturas, deberíamos tener claro que el libre albedrío es una ilusión de nuestra mente, un truco de prestidigitación en el que el cerebro, con gran habilidad, nos enseña con una mano nuestras elecciones mientras que, con la otra, oculta un denso tejido de determinaciones energéticas. Ya sé que parece que tomamos esas elecciones, y que la percepción subjetiva de libertad es terca e insidiosa. Probablemente, hasta eso está determinado culturalmente en un grado que ni imaginamos. No os lo creáis mucho: somos tan libres como una hoja de roble o una piedra arrastrada por el río.
Todas las investigaciones en neurociencia nos enseñan una y otra vez que nuestra conciencia está siempre un pelín por encima de nuestros actos y decisiones, como si fuera el repunte, el rastro visible de lo desconocido. No hace más que registrar, tomar nota de unos hechos y desechar otros en función de gustos, intereses o hábitos. Se cuenta a sí misma un cuento, el cuento que cada uno se hace de sí mismo.
Pretender que somos libres es un gesto de megalomanía, gesto a la que nuestra especie, la más cursi y engolada de la Naturaleza, es especialmente proclive. Presupone que somos conscientes de todo y que podemos independizarnos de nuestro historial, nuestras más profundas inclinaciones y de todo un cúmulo infinito de circunstancias. Filósofos como Baruch de Spinoza y Friedrich Nietzsche ya nos habían dado el aviso. Grandes autores, como Shakespeare, describieron nuestra condición con la misma lucidez. Pero no os preocupéis mucho, de verdad. Hay rendijas. Hay momentos de comunión. Hay sorpresas, y felicidad, y gatos, y risas. Y espacios abiertos, amplios, y ganas de hacer las cosas bien, y deseos por donde corre el aire.
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