Que los Reyes eran los padres lo descubrí bien pronto y nunca me traumatizó lo más mínimo. Si acaso, sufría por mis padres, empeñados en conservar las apariencias y mantener de un modo delirante la engañifa. Cuando, muchos años después, viajé a Londres y no me topé con ningún inglés espigado e imperturbable, de los de bombín, traje y paraguas, cuando tras dar vueltas y más vueltas por la City no di con ninguno de aquellos personajes que de niño poblaron mi imaginación sí que me sentí abatido y sin energías, sombrío, roto, como molido a palos. Algo se perdió entonces para siempre. Pan Tau, Phileas Fogg o Reginald Perrin (seres queridos, compañías inimitables) se me evaporaron en un pasado mítico, de inocencia, que no regresaría jamás. Fue tan grande el desengaño, tan profunda la decepción (¡ya ni siquiera había bruma sobre el Támesis!) que desde aquel momento una sensación triste de orfandad me persigue, como una sombra.