Leo con estupor que esta semana el Congreso de Diputados ha aprobado por unanimidad una proposición no de ley para mascotas y animales de compañía dejen de tener en el Código Civil la consideración de objetos. Me parece realmente pertinente. Por casa han pasado multitud de felinos más o menos amorosos, dicharacheros y ronroneantes; desde luego, nunca los vi como bienes inmuebles sujetos a un posible embargo. En fin. Cuando la ley se apruebe, los animales de compañía pasarán a ser «seres vivos dotados de sensibilidad». Pero solo ellos. Las garzas, mariposas, erizos o ranas que salten en un charco cualquiera tendrán otro estatus jurídico.
Hay niveles de debate que me parecen absurdos y desalentadores. Hasta tiempos recientes, a los zurdos se les ataba la mano izquierda para que ejercitaran la diestra. Las chicas tenían prohibida la entrada a la Universidad. Las jornadas de trabajo al inicio de la Revolución industrial podrían llegar tranquilamente a las catorce horas los siete días a la semana. El divorcio estuvo prohibido en España hasta 1981. La homosexualidad podía ser castigada con penas severas. Todo esto nos parece hoy aberrante. La pregunta que yo me hago a menudo es, ¿cuántas cosas aberrantes hacemos hoy en día? ¿Cuántas prácticas socialmente aceptadas, cuántas leyes y costumbres atentan contra la razón y violentan nuestra propia naturaleza, y aún así permanecen, por obvias, al margen de toda discusión? ¿Cuánto queda de estupidez, inercia y oscurantismo?