El mismo día

El mismo día que uno de mis mejores amigos me confiesa, de manera inesperada, que va a cortar con su novia (llevan casi diez años juntos) voy a comerme un melocotón y acabo tirando la mitad a la basura, ese mismo día me entero de que un compañero mío del instituto sufría esquizofrenia y se suicidó hace poco, zampándose un frasco entero de pastillas, y quien me lo cuenta me hace una pregunta más bien trivial y de repente me quedo en blanco (y no me he visto, pero seguro que puse cara de tonto); también, ese mismo día, veo cómo una moto se estampa casi contra un autobús (yo volvía ya para casa) y luego escucho las variaciones Goldberg (pero me acaban aburriendo) mientras respondo por fin a varios mails (hay uno que escribo y reescribo varias veces), y ese mismo día (pero antes, antes de que mi amigo me soltase de golpe que va a cortar con su novia, él, que parecía tan feliz, que no emitió ninguna de esas señales que le hacen pensar a uno que la historia iba a acabar así), ese mismo día pierdo más de diez minutos buscando un lápiz para subrayar la frase de un libro (un libro de Judith Butler) y riego las plantas (están sequísimas), e incluso, ese mismo día, escucho unos ruiditos cortantes, metálicos, casi inaudibles que vienen del piso de enfrente (y pienso: ¿el vecino se estará cortando las uñas?); y también, ese mismo día, pero ya al final, cuando parecía que nada más podía pasarme, ese mismo día se funde la bombilla del escritorio y no encuentro ninguna de repuesto (y las tiendas están todas cerradas), y me llegan, en tropel, las respuestas a los mails que había enviado unas horas antes, y lavo un montón de cacharros que se habían ido amontonando por la cocina, y meto el dedo en la llaga (pero no era mi intención, estábamos hablando de tonterías); y aún ese mismo día, pero ya de noche, ya con una ganas terribles de irme a dormir, aún me da tiempo de rascarme la cabeza, de sentir cómo me rasco la cabeza mientras me rasco la cabeza y llego hasta la nuca, todo eso el mismo día, antes de que el sueño me venza por completo y apague la tele y casi pise a una araña.

Panadera

¿Os he hablado alguna vez de la panadería que hay en mi calle? Es un lugar muy cuco donde trabaja una mujer menuda y vivaracha que debe rondar los cincuenta años. Esta venerable sirena subraya con voz cantarina sus más humildes y rutinarias acciones: “Y ahora lo cortamos”, dice mientras rebana el pan, “y ahora lo metemos en una bolsita”, dice mientras, en efecto, lo introduce en la bolsa de plástico. Verla canturrear tras el mostrador (dos crusancitos, tres crusancitos, cuatro crusancitos…) es como seguir los acordes de un mantra: cada uno de sus gestos adquiere un nosequé de celebratorio y toda ella parece bendecida en medio de la agitación. Hasta cuando da el cambio sigue unos compases precisos, cuenta las monedas cantándolas, se despide con una tonadilla feliz que improvisa allí mismo. Uno sale de la panadería como arropado por la música. En ese tralarí tralará cotidiano, en ese alegre acompañamiento melódico intuyo algo primordial, casi mítico, la necesidad de modular a través del canto las acciones humanas.
 

Vivir sin gato

Lo hemos probado todo, creedme. Al final, no podíamos más que asumir el desenlace, darle nosotros un empujón y acabar con la vida de un animalillo deliciosamente candoroso, dulce y confiado hasta el extremo. Tomar la decisión ha sido difícil, mucho, pero la realidad, como siempre, ha terminado por imponerse: esperando el milagro, lo único que hacíamos era prolongar la agonía. Hasta el último minuto mantuvo el buen ánimo, ronroneaba a la primera caricia y nos perseguía, a trompicones, cabizbajo, sin fuerzas casi, en busca de lo que ya no podíamos darle. Se fue como vino: por sorpresa.
Quedan las cajas de antibióticos, corticoides y antipiréticos sobre el mármol de la cocina, el rascador junto al sofá, los ratones de colorines desperdigamos por el suelo. Nuestra perplejidad y alivio. La sensación de derrota.
Y pena, mucha pena.
Vivir sin gato es un error, obviamente, una inquietante anomalía. Que nadie se cuele bajo las sábanas por la noche o se abalance a husmear el plato de espaguetis hace que estos gestos simples pierdan bastante de su encanto. La casa se ha quedado pavorosamente vacía. Ya no está él durmiendo sobre la mesa, mientras escribo ahora, ni se levanta para seguir el movimiento de esta línea sobre la pantalla del ordenador. Toca vivir sin gato (otra vez). Es una manera tonta de vivir.

Spent the day in bed

La semana que viene sale a la luz el nuevo disco de Morrissey, el que fuera líder de The Smiths: Low in high-school, se titula, y de él solo se conoce el single de lanzamiento. Todavía me gusta ver qué diablos hacen mis ídolos de adolescencia (intuyo que algún día me cansaré), así que llevo toda la tarde trajinando de un lado para otro sin dejar de tararear la cancioncilla. Spent the day in bed tiene ese encanto pop inmaculado del mejor Morrissey, aunque sin el lirismo y la sinceridad atroz de la banda de Manchester. En su inicio parece una frívola e inocente invitación a la pereza, pero acaba (obviamente) como un rabioso alegato contra la alienación social generalizada.

Símbolos

No puedo con los símbolos (otra de mis manías). Reconozco el poder de atracción que ejercen y me asusta su capacidad para dar explicación a todo o justificar cualquier acto. Vivimos entre símbolos, simbolizamos hasta un dolor de garganta porque necesitamos emborrachamos de sentido. Cruces, banderas o marcas comerciales, símbolos religiosos, nacionales o de estatus: hay para todos los gustos. Catalunya está intervenida de facto por el gobierno de España pero un montón de gente salió a la calle el otro día a celebrar que se proclamó la República: que fuera una República puramente simbólica, vaciada de cualquier poder o reconocimiento, no pareció aguarles la fiesta. El símbolo es peligroso porque sustituye y se pone en lugar de la experiencia (fugaz, inmediata, siempre escurridiza), nubla nuestro sentido crítico y nos lanza al río de las generalizaciones, los significados altisonantes y las convenciones arbitrarias. Que yo sepa, aquí en nuestro planeta solo nosotros, los seres humanos, somos capaces de tales virguerías. Creo también que los símbolos nos vuelven más obsesivos y menos sutiles. ¿Conseguiré explicarme? Para mí es evidente que en todo símbolo hay violencia: violencia contra el mundo, contra las pequeñas cosas concretas. Es a la vez una simplificación de la complejidad y un proceso de la imaginación dirigido por aquellos que se arrogan el poder de encarnarla. Sin embargo, no quiero parecer un lunático: simbolizar tiene a veces sus cosas buenas. Si os parece, otro día os las cuento.

Estructura

Estrictamente hablando, no vengo de eso que los sociólogos llaman una familia desestructurada. Pero sí, vamos a ser justos, de una familia cuya una estructura no tenía pies ni cabeza. Aún no sé como aquel frágil andamiaje no se derrumbó, llevándonos a todos por delante. A veces pienso que cuando vine al mundo ya todo estaba derrumbado en mi familia, y que solo puedo hablar de las secuelas y efectos perversos de un cataclismo que no viví de primera mano. De los silencios, tristezas y miedos que venían de muy atrás, de las acusaciones y culpas mal repartidas. De las luchas, traumas y rencores que viciaban el ambiente hasta hacerlo irrespirable. Una dolorosa historia (una más) de exilio, humillación y estrecheces continuas.
Tal vez no pueda nunca desembarazarme de todo aquello, pero vivir no es echar cuentas. Con sus chifladuras y limitaciones, cada uno hizo en aquella situación lo que pudo: el daño nunca fue a posta. En cualquier caso, ha propiciado en mi interior cierto desbarajuste y una percepción de la realidad no sé si lúcida o distorsionada. Quizá me engañe a mí mismo, pero por muy felices que parezcan esos que andan por la calle, no puedo dejar de verlos cojos o mancos en algún aspecto esencial, infelices a su manera, supervivientes de una gran catástrofe.

Tener un blog, 6

El número de visitantes de este blog sigue estable, a pesar de todos mis esfuerzos por ofrecer contenidos útiles e información veraz y contrastada. ¡Es el momento de lanzar un nuevo concurso! A los que cliquéis y compartáis mis posts os enviaré personalmente un regalo y os tendré siempre en mi corazoncito. Además, tendréis la posibilidad de optar a uno de los siguientes premios:

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para los más audaces, banderas con las naciones sin Estado y los países sin reconocimiento internacional (¡Tuvá, Jalistán, Saboya, Kurdistán, Chuvasia!)

un taller de capoeira heideggeriana, dirigido por el rector de la Facultad de Filosofía de la Universidad de São Paulo

una colección de minerales y piedras preciosas, firmadas por el propio autor.

Recordad que, como siempre, para poder optar a estos fabulosos premios tenéis que leerme con atención, comentar, compartir mis posts y, por supuesto, ser majísimas personas.

Calabozo

Pocos de vosotros sabréis que yo también, hace años, fui detenido. No recuerdo si fue por bostezar mientras todos a mi alrededor aplaudían o si fue por alabar a alguien a quien los demás tenían por objeto de burla. No importa ya. Pasé tres días en el calabozo, apenas me dieron de comer y el traje se me arrugó. Se me arrugó por todos lados, fue un atropello imperdonable al buen gusto. Recuerdo volver a casa de noche, hecho un guiñapo. Hacía frío y no quedaba un mísero bar abierto. Las pocas personas que encontré por la calle parecían despiertas solo a medias.

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Leer

Leer una novela, una buena novela, provoca en nuestro interior una mutación extraordinaria. Me acaba de pasar: he desaparecido (literalmente) entre esas voces absorbentes y veraces, he sido arrastrado por conmociones y sacudidas con la naturalidad de quien propiamente no es nadie.
Pues, ¿acaso hay otra manera de explicarlo? Esa voz obstinada, tenaz, que tan bien conozco, esa voz interior que creo que soy yo y que todo lo comenta y lo sopesa, ¿no acaba de revelar su pavorosa falta de sustancia? ¿Acaso existe más ella que las voces de esos personajes que ni siquiera llegaron existir?
He cerrado el libro, todavía asombrado, he regresado de golpe (he notado algo físico: volvía a hablarme a mí mismo, esa maldita e infatigable voz engullía de nuevo mi conciencia) pero ahora me siento confuso, también más ligero. Un poco, sí, como si gracias a una venerable magia (las palabras de otro han sido, durante un tiempo, las mías) hubiera quedado desenfocado, o a la intemperie.